La perspectiva no tiene sabor.


En aquella cafetería que hacía esquina con mi calle se respiraba demasiada soledad desde bien entrada la mañana. Una mujer de no más de mediana edad, apuraba su café, mientras en su cabeza pasaba fugazmente aquel verano. Le gustaba tumbarse en la hamaca al pie de la piscina con los ojos cerrados, recordando vagamente la conversación que acababa de mantener hacía escasos minutos.

- Me proponías ser Thelma y Louise, y sabes de sobra que a mi no me gustan las gafas oscuras, pero a ti no te sientan nada mal. Sabes que me hacen perder la perspectiva.
- No te creo.
- No es ninguna novedad, Louise. Hace tiempo que dejaste de hacerlo. 
- Quizás te lo merezcas.
- O quizás no, solo son suposiciones, ¿no crees?
- No, no te creo cuando me dices que me quieres, que me necesitas. No me creo tus      caricias, ni tus besos robados. 
- Ya, ni siquiera te crees las flores que te regalo.
- Cuando me regalas una flor, me estás regalando algo que, haga lo que haga, acabará muriendo. ¿Es una metáfora?

Justo en ese instante pensaba en los atardeceres y en qué diferentes eran los de la ciudad. Odiaba de todo corazón que los edificios los escondieran. Justo a su lado, un hombre con bigote tenía la mente en blanco, había conseguido borrar de su cabeza todo pensamiento. Tenía el antídoto para los recuerdos. Era muy sencillo, se concentraba en sus manos mientras repasaba una a una, las pequeñas líneas que surcaban su piel. En eso estaba cuando la mujer le miró. Con esos ojos de atardecer salado sobre la montaña o sobre el mar, todo dependía de la luz que iluminase la perspectiva. Él siguió concentrado en sus manos, olvidando, olvidando que un buen día cambió de ciudad por un presentimiento. Algo le dijo que debía escapar, y eso hizo. Con la mala suerte de que desde ese momento, todas las mañanas dejaron de tener sentido. Ya no llevaba maleta, ni quería conocer nuevos sitios. Caminaba preso del tiempo mirando sus manos, olvidando. El pos-it de su nevera lo decía bien claro: Estás aquí para ser feliz. Eso le había escrito la mujer que estaba a su lado. La mujer que de tan conocida se volvió invisible con el tiempo. Con la que compartió atardeceres al lado del mar, o la montaña. Había tanta soledad nacida de los surcos de sus manos desdibujándose en aquellos atardeceres que los corazones desaparecían entre las sábanas para siempre.