Deshojando latidos.



Estamos en otoño y no hay ni flores ni mañanas soleadas. Sólo encuentro mis ganas que se apagan lentamente, como la sonrisa de un circense, que una vez quitada la pintura se vuelve tan minúscula como su sonrisa. Y ya nadie pinta en mi rostro una de esas. Roja, muy grande. Cosa de los sueños que me tienen reclusa, cosa de la rabia de no poder hacerlos realidad. Me gustaría decirte que te habría regalado una de esas cada mañana. Y sin necesidad de pintura. Antes del desayunar y después del primer beso. Y el resto del día, si me apuras. De tantas veces que te soñé a mi lado, me llegué a creer que podrías estarlo. En mi archivo de palabras tristes están todas las que guardo bajo la cama junto a la risa de medianoche. Sumerjo mis ganas en lo más hondo de mi almohada, callo todos los te quiero, y no te digo que mañana me escaparía para terminar llamando a tu puerta. Se congela mi cuerpo, y este hielo durará mil años si no haces algo. Que te quiero escribir que fuiste el único que cambió mi mirada triste, y si no lo haces de nuevo caerán gotas de sal. Gotas que terminarán en el mar llegando al mar, juntándose con el resto de lágrimas del mundo. Un gran almacén de tristeza, quizá por eso me llena tanto mirarlo. Algo agridulce, triste pero a la vez bonito, como casi todo lo que me gusta. Los amores imposibles, la poesía a cambio de unos golpecitos de un órgano perdido, que se pierde cada vez más. Y en mi cabeza está tu voz dando vueltas como un disco en un gramófono lleno de polvo. 'Iré a por ti', viniste y me salvaste. Pero vuelo a estar perdida, y no sé dónde naufragué. Quizá entre las ganas de verte y los relojes gritándome que el tiempo pasa y cada vez más rápido. Que sólo quiero gritarte y pintar las paredes de tu calle que te quiero. Que me muero de ganas de verte o se mueren ellas si no te veo. Susurros dando voces, palabras como señales y mi alma desnuda cada vez que escribo. Y temblé descontando latidos que a penas laten.